domingo, 21 de octubre de 2012

Demasiada comunicación


DEMASIADA COMUNICACIÓN
            Todo acabó cuando él depositó su teléfono móvil con tan enervante pulcritud sobre la mesa del restaurante. Lo colocó junto a la servilleta, en perfecta simetría. No dejó de manosearlo hasta que consideró tras varias caricias y toquecitos de sus dedos, que ya estaba al fin en la forma adecuada. Hasta entonces yo había permanecido callada, oyendo su estúpida conversación y alternado miradas furtivas hacia él, con las que enviaba a camareros, a clientes, a la decoración, a mi plato vacío. Antes ya me dedicó una sonrisa como excusa, cuando aquella musiquilla anunció que tenía una llamada, la cuarta en menos de veinte minutos, la sexta contando las dos que el efectuó como ineludibles, dijo. Aun antes de eso, me fijé como se palpaba el pecho por asegurarse una vez más, que el dichoso aparatito seguía en el bolsillo interior de su americana. Aun antes ya observé que su mano permanecía en perpetuo contacto con el teléfono mientras confirmaba la reserva con el maître. Y solo la bajó para tomarme del codo cuando el otro, muy educado, asintió sonriente para pedirnos que lo acompañáramos al comedor. Pero es que antes de entrar, había venido apretando los labios y paseando su dedo índice una y otra vez por la pantalla táctil del móvil. Y gesticulando como para sí, o elevando sus cejas con cierto estupor, o frunciendo el ceño contrariado. Ya antes le pidió al taxista apagara la emisora y bajara el volumen de la radio, cosa que me fastidió enormemente, pues sonaba en ese momento una de mis canciones favoritas, con un agradable hilo de voz. Aun antes había parado el taxi alzando la misma mano en la que portaba el teléfono, la misma mano que abrió la puerta con dos dedos para que no se le cayera, la misma mano con la que me invitó a entrar al coche, la misma mano con la que indicó al chofer la dirección, como si ese ademán fuera necesario. Pero es que aun antes de eso, lo encontré esperándome en el portal, el hombro apoyado en el quicio de la puerta y mirándome con ojos vacuos, en tanto escuchaba lo que alguien le decía al otro lado de la línea. Ya antes presentí que se hallaba en plena conversación, pues cuando atendí al telefonillo, solo supo decirme con palabras atropelladas e inconexas, que esperaba abajo después de un: no, no es contigo. Ya hube anteriormente de apagar mi móvil, me había llamado cinco veces a lo largo de la mañana para confirmar nuestra cita y pensé que de haber una sexta, sería para dejarlo colgado por pesado e inseguro. Pero es que cuando encendí mi teléfono al levantarme, conté siete llamadas perdidas de él. Y si lo apagué antes de acostarme, cosa de la que nunca me acuerdo, fue por la temperatura que alcanzó mi oreja después de estar oyéndolo enaltecer repetitiva e insistentemente, la magnífica cobertura telefónica de la que gozaba aquel lugar, aparte de la exquisita merluza que servían en el restaurante al que iríamos a comer al día siguiente. Pero no, no la llegué a probar, porque cuando el camarero apareció al fin con la comanda, yo me levantaba de la mesa hastiada de telefonito y de su repulsiva dependencia al detestable chisme. Lo miré entonces desde arriba, y pude ver como él me devolvía la mirada sorprendido, expandiendo sus ojos. Robé sin pensarlo el cucharón a una sopera que pasaba por mi lado, lo usé como martillo para golpear el cristal de la pantalla, a aquel maldito y odioso teléfono móvil y lo retorné a su sitio. Él quedó boquiabierto, contemplando incrédulo su iPhone destrozado. Los camareros estáticos, inexpresivos. Un cliente ocultó una sonrisilla maliciosa con la mano, yo le ofrecí a cambio una mueca de repugnancia, luego aseguré el bolso bajo mi brazo y me marché.